El impuesto de sucesiones, el de sociedades o el de la renta de las personas físicas (IRPF) son ejemplos de impuestos directos. A diferencia de otra clase de tributos, como por ejemplo, el IVA (Impuesto sobre el Valor Añadido), un impuesto indirecto que establece los porcentajes del gravamen en función del objeto gravado, en el caso de los impuestos directos son las circunstancias particulares de la persona las que condicionan la cuantía con la que deberá contribuir con el devengo.
Volviendo a la comparación con el impuesto directo más conocido, el IVA, el momento de tributar es una característica que define a los impuestos directos.
Así como en el pago del IVA, el único condicionante es el momento en que se produce una transacción gravada, como puede ser la compra de un bien o el contrato de un servicio, en el caso de los impuestos indirectos se establece un plazo de tiempo específico en el que el sujeto obligado deberá cumplir con el pago que le corresponda hacer.
Otra singularidad de los impuestos indirectos es su carácter progresivo. Con el IVA, las diferencias se establecen en función del objeto, por ejemplo, artículos de primera necesidad tienen un gravamen inferior. Así, al comprar huevos se paga un 4% mientras que el porcentaje en el caso de la compra de un automóvil es del 21%. Sin embargo, los impuestos indirectos personalizan la cuantía de forma que, quien más gana y más dinero tiene, deberá contribuir con una mayor aportación.
Existen distintos impuestos indirectos, entre los que destacan los siguientes seis:
Existen soluciones al alcance de grandes empresas, PYMEs y autónomos que ayudan a impulsar el ahorro promoviendo una mejor gestión. Entre ellas se encuentran las siguientes:
Si bien estas soluciones no pueden reducir las cuantías a pagar correspondientes a los impuestos directos, sí que contribuyen a no dejar de deducir ni un solo euro en lo referente a los impuestos indirectos, lo que impulsa el ahorro en la empresa.